Destino
Por Luis Seminario Seminario
Tras huir de los ronderos desde la madrugada, El Tuerto paró en una acequia a beber agua. De bruces sobre la orilla fangosa, agitado y sudoroso, el hombre se refrescó bajo la sombra de un algarrobo imponente. Ya sereno, a modo de recompensa, decidió descansar un rato; pues lo había logrado. Nunca lo atraparían: sólo un breve trecho lo separaba de la cueva donde el “Ópalo” esperaba amarrado.
El alazán lo llevaría a su destino.
Al rato, de pie, chorreándole agua por las greñas, El Tuerto observó unos gallinazos que revoloteaban en el cielo. El sol inclemente hirió su ojo útil (el derecho). Con el ojo irritado, oteó alrededor: nadie a la vista. Se sacó la camisa blanca (húmeda y sucia), la tendió en la tierra y se sentó a un costado. Algunas hormigas comenzaron a recorrer su cuerpo moreno, lleno de cicatrices, sin que él lo advirtiera. De un bolsillo de su raído pantalón gris, extrajo un paquete envuelto en una bolsa negra. Por segunda vez en el día le pareció un sueño aquel fajo de billetes nuevecitos. Exultante, acarició el dinero antes de amarrar la bolsa con dificultad. El cansancio lo dominaba. Echó la espalda sobre la camisa y colocó el paquete de almohada, dispuesto a dormir.
En medio del fragoroso calor matinal, la sombra del algarrobo era una demostración de la existencia de lo divino.
Entre dormido y despierto, pensó en el patrón Gerardo; en lo rabioso que estaría el viejo. Sonrió. De algún modo don Gera debía pagar tantos años de maltrato e injusticia.
Mientras pensaba, la brisa acariciaba su cuerpo maltratado, que ahora exigía otra oportunidad al destino. Abrió y cerró nuevamente los párpados, hasta hallar el sueño. Tuvo una pesadilla: aterrado, corría por un laberinto de árboles y yerba crecida; don Gerardo lo perseguía montado en el Ópalo, sin tregua. La persecución duraba estaciones completas y cambiaba de escenario arbitrariamente. Una noche, en un desierto, el viejo lo derribaba con el lazo; la arena tibia raspaba su cuerpo hasta sangrarlo. En otra escena, comparecía acostado sobre una tarima, dentro de una habitación o una cueva; a su lado, don Gerardo vestido de blanco, lo observaba furioso blandiendo un látigo que al golpearle se volvía una serpiente negra.
Despertó angustiado. Se sentó; frotó una mano enérgicamente en los muslos; con la otra mató un zancudo que porfiaba en picarle la nuca. Frunció el ceño y estudió el contorno: no percibió peligro. Volvió a echarse boca arriba. El silencio imperante, interrumpido esporádicamente por el golpe seco de una vaina de algarroba contra el suelo, le devolvió la tranquilidad y meditó lo ejecutado: aunque tuerto e ignorante, había robado la ganancia completa de la cosecha, sin ayuda de nadie. Don Gera aprendería, así, por las malas, a ser mejor cristiano.
Dios, que observaba el proceder del Tuerto sin demasiado interés, decidió que el corazón del Pobre no estaba listo para obrar el mal sin recibir castigo. Suspiró.
El viento sopló fuerte. Las ramas del árbol se agitaron; una sonrisa adornó los labios del Tuerto justo antes de que una algarroba cayera de punta, desde la copa del árbol, sobre el único ojo que le servía.
Contar que los ronderos lo encontraron perdido y ensangrentado, y que lo vetearon hasta medio matarlo, sería ocioso; contar que luego don Gerardo completó la tarea y recuperó su dinero, también. En cambio, contarles que Dios se divirtió y quedó satisfecho, no.